Taurina

JAIME GIL, EL TORO EN SU MÁXIMO ESPLENDOR

Carlos Bueno
Periodista taurino

    ¿Cómo puede denotar movimiento un material inerte? Evidentemente puede. Los toros que esculpe Jaime Gil así lo atestiguan. Movimiento y expresividad, y viveza… y hasta temor. Porque el toro de Jaime Gil es un animal imponente, con trapío, bien hecho y bien armado, desafiante, que mira con altanería a quien le observa, seguro de su poder. Esa es la impresión que uno se lleva cuando descubre por primera vez un astado modelado por el artista valenciano.

    Es muy posible que el toro sea el animal más bello de la creación. Y no sólo por sus formas proporcionadas y compensadas, sino por todos los valores que transmite, que son los de fuerza, bravura, poderío, fiereza… Quizá por ello los más afamados artistas pretendieron representarlo, aunque todos coincidieron al manifestar la dificultad de hacerlo con fidelidad. El mismísimo Joaquín Sorolla desistió de pintar uno para un cartel taurino que le habían encargado porque, tras intentarlo en numerosas ocasiones, el resultado era un toro “acochinado”. Sorolla acabó diseñando la cabecera y confiando la pintura del burel al experto Ruano Llopis.

     Y es que el mundo taurino sólo ha dispuesto de un puñado de virtuosos que han sabido mostrar al toro con sus correctas dimensiones y en todo su esplendor. En escultura el máximo exponente fue, sin duda, Mariano Benlliure, de cuya fuente de inspiración bebe Jaime Gil. Él asegura que sólo pensar en asemejarse a tan insigne personaje se trata de una osadía, prácticamente de un sacrilegio, pero les puedo asegurar que no es así. Jaime talla al toro con el mismo naturalismo detallista y minucioso que lo hizo Benlliure. Y el resultado son ejemplares musculados que infunden respeto y admiración, ya sea correteando por el campo mientras lo observan todo a su alrededor, o saliendo a la plaza al tiempo que buscan dónde está el primer capote que llamará su atención. En todos los casos resaltan unas expresiones muy complicadas de captar y más de plasmar, gestos y detalles que les confieren el inexplicable efecto de estar en movimiento, casi vivos.

    Pero la producción taurina de Jaime Gil no sólo se reduce al dios uro. Entre sus esculturas destacan los toreros espigados, largos cual “Manoletes” infinitos que intentan alcanzar el cielo, diestros personalísimos cuyo valor y arrojo les ha hecho crecer hasta límites insospechados. Maestros de la galanura que apenas tocan el suelo, coletudos cuyo arte les hace levitar, como diferenciándoles del resto de los mortales. Y aún hay más: las ventanas, obras de una originalidad extraordinaria que muestran escenas muy peculiares de una tauromaquia particular, como la ceremonia de alternativa de un nuevo matador o una deliciosa mujer torero cubierta únicamente con una montera y un capote.

   El resultado de la creación taurómaca de Jaime es un conjunto de imágenes de desbordante singularidad, todas tocadas por la personalidad única e impactante de su creador, alguien tan modesto como grande, un dignísimo continuador de la estela de Benlliure. En sus manos la manifiesta dificultad de representar al toro con fidelidad parece pura falacia. Debe ser cosa de la difícil facilidad que transmiten los artistas más genuinos y verdaderos, como Jaime Gil.